“Nulla dies sine linea”
(ningún día sin una línea), me dijo ayer un viejo amigo y gran escritor, cuando
me acerqué a él en busca de consejos. Y a mí me pareció un buen propósito, que
decidí poner en práctica en seguida.
Claro, los domingos todos los propósitos parecen
fantásticos, adecuados, realizables y hasta fáciles de llevar a cabo. Los
domingos tienen esa calma tan particular de descanso, de oración, de familia y
de guitarra tranquila al atardecer, que renueva e inspira. Y en ese momento me
resultó sencillo. Mientras el sol se iba escondiendo, me senté tranquila con un
mate nuevo y hojas lisas y dejé que mi alma hable nomás.
Hoy lunes quise hacer lo mismo. A la mañana imposible,
porque siempre me levanto con el tiempo justo para dar miles de vueltas y volar
al trabajo, y por supuesto hoy no fue la excepción. Durante el día los mails,
el teléfono, reuniones y el maldito teléfono otra vez me atornillan el alma al
piso. De a ratos se escapa, pero no encuentra la tranquilidad suficiente. Salí
tardísimo del trabajo. El sol que apenas había visto durante el camino de ida,
ya tenía las horas contadas.
Llena de cosas y de ruidos la cabeza, subí a una bicicleta
para volver a casa. Cantando como si nadie me escuchara y pedaleando a la
velocidad del viento. Cuadras y cuadras de felicidad.
Dejé la bici en el correspondiente puestito de la plaza a
dos cuadras de casa y seguí caminando como borracha, con esa sensación tan
divertida de vértigo después de la velocidad, que hace que los pies no
coordinen y el corazón quiera escaparse galopando.
Desvié un poco el camino, y me senté en un barcito con un
café inmenso. Saqué mi libretita y la miré fijo un rato. Creí que no iba a ser
posible escribir hoy después de un día tan largo y lleno de cosas, pero seguí
frente a ella, callada y expectante. El bullicio y las voces de mi alrededor
empezaron a escucharse cada vez más lejanas, hasta que de un momento a otro, me
vi sola con mi café frente a las hojas blancas. El mundo cotidiano había
quedado atrás y estaba entrando a uno nuevo. Llegué a un portón inmenso de
rejas de hierro negro, que tenía arriba una inscripción que rezaba: “Nulla dies sine linea”. Estaba abierto
de par en par, así que en silencio, pero con el corazón sonriente, lo atravesé
resuelta. Y allí, sentado bajo un roble frente a una mesa con dos sillas, me
esperaba Hugo Wast, que ese era mi amigo, con mate recién hecho y un cuaderno
nuevo, inmaculado.
Lindísimo!! La próxima que te lo cruces, pedile un autógrafo para mí jaja
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