lunes, 4 de marzo de 2013

Nulla dies sine linea


 
Nulla dies sine linea” (ningún día sin una línea), me dijo ayer un viejo amigo y gran escritor, cuando me acerqué a él en busca de consejos. Y a mí me pareció un buen propósito, que decidí poner en práctica en seguida.
Claro, los domingos todos los propósitos parecen fantásticos, adecuados, realizables y hasta fáciles de llevar a cabo. Los domingos tienen esa calma tan particular de descanso, de oración, de familia y de guitarra tranquila al atardecer, que renueva e inspira. Y en ese momento me resultó sencillo. Mientras el sol se iba escondiendo, me senté tranquila con un mate nuevo y hojas lisas y dejé que mi alma hable nomás.
Hoy lunes quise hacer lo mismo. A la mañana imposible, porque siempre me levanto con el tiempo justo para dar miles de vueltas y volar al trabajo, y por supuesto hoy no fue la excepción. Durante el día los mails, el teléfono, reuniones y el maldito teléfono otra vez me atornillan el alma al piso. De a ratos se escapa, pero no encuentra la tranquilidad suficiente. Salí tardísimo del trabajo. El sol que apenas había visto durante el camino de ida, ya tenía las horas contadas.
Llena de cosas y de ruidos la cabeza, subí a una bicicleta para volver a casa. Cantando como si nadie me escuchara y pedaleando a la velocidad del viento. Cuadras y cuadras de felicidad.
Dejé la bici en el correspondiente puestito de la plaza a dos cuadras de casa y seguí caminando como borracha, con esa sensación tan divertida de vértigo después de la velocidad, que hace que los pies no coordinen y el corazón quiera escaparse galopando.
Desvié un poco el camino, y me senté en un barcito con un café inmenso. Saqué mi libretita y la miré fijo un rato. Creí que no iba a ser posible escribir hoy después de un día tan largo y lleno de cosas, pero seguí frente a ella, callada y expectante. El bullicio y las voces de mi alrededor empezaron a escucharse cada vez más lejanas, hasta que de un momento a otro, me vi sola con mi café frente a las hojas blancas. El mundo cotidiano había quedado atrás y estaba entrando a uno nuevo. Llegué a un portón inmenso de rejas de hierro negro, que tenía arriba una inscripción que rezaba: “Nulla dies sine linea”. Estaba abierto de par en par, así que en silencio, pero con el corazón sonriente, lo atravesé resuelta. Y allí, sentado bajo un roble frente a una mesa con dos sillas, me esperaba Hugo Wast, que ese era mi amigo, con mate recién hecho y un cuaderno nuevo, inmaculado.

1 comentario:

  1. Lindísimo!! La próxima que te lo cruces, pedile un autógrafo para mí jaja

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