Nada como el olor a lápices nuevos,
llenar las carpetas número tres de hojas blanquitas, y el uniforme completo y
planchado, colgado en la silla.
Imposible dormir la noche anterior.
Revisaba mi mochila veinte veces. La abría, contaba los cuadernos, ordenaba
otra vez la cartuchera y la volvía a cerrar. Esa tarde mamá había estado
marcando los útiles: “M. del Rosario Bach”, “M. del Rosario Bach” a todo, por
todos lados.
Durante todo el día el tema había sido
“Mañana empiezo las clases” y seguía pensando y hablando sobre ello sin parar.
“Mamá, ¿sabías que voy a tener una señorita nueva? Se llama Cristina, dijeron
que es muy buena. A mí me da un poquito de miedo”. Y al rato de nuevo, volvía a
bajarme de la cama y aparecía despacito en el cuarto de papá y mamá, para
seguir comentando: “seguro que hay chicas nuevas. Me voy a hacer amiga de las
chicas nuevas. ¿Vos te hacías amiga mamá?”. Después de dar vueltas y vueltas,
cansada de tanto imaginar, caía rendida en un profundo sueño.
Por supuesto que a la mañana siguiente
no hacía falta despertador. Era el único día del año en el que me levantaba de
un salto (sin contar el día que nos íbamos de convivencia, o teníamos un acto,
o algún acontecimiento especial). La camisa blanca, el jumper azul, la faja con
el nudo de corbata que Majo me había enseñado a hacer, medias azules (el primer
día eran par) y los zapatos marrones relucientes, lustrados por mamá quién sabe
a qué altas horas de la noche. ¡Ah! Y el moño blanco, por supuesto. Yo ya
estaba lista, pero faltaba llevarle el café con leche a papá a la cama para que
se levantara.
Antes de salir, miraba a los más chicos
que seguían durmiendo, con esa mirada de hermana mayor que se siente enorme
y los ve chiquitos, y quiere cuidarlos.
Cuando papá estaba listo, emprendíamos
la marcha. Cierro los ojos y si respiro fuerte, casi vuelvo a sentir ese olor
tan particular de las manos de papá, mezcla de cigarrillo con su perfume y
espuma de afeitar. Él iba pensando en las cosas que tenía que hacer durante el
día, el escrito que tenía que presentar, la demanda tal, revisar el expediente
no se cual. Pero sus pensamientos quedaban enredados en mi charla. Durante todo
el camino Rochi hablaba, y su papá escuchaba, paciente. Casi corríamos las
últimas cuadras. Era difícil seguir con mis piernas cortitas sus pasos
inmensos. Un beso de despedida y corría al patio de la Bandera.
¡Qué lindos esos reencuentros después de
todo un verano sin vernos! Qué lindo volver a estar en “casa”. Los pasillos,
las maestras, las amigas de otros grados, ¡la capilla! Saltaba mi alma de
alegría, cada comienzo de clases. Y ese año, efectivamente, había chicas
nuevas. No las recuerdo a todas, pero sí a una en particular. Estábamos en la
puerta de nuestra clase, mirando el cartel que decía “Bienvenidas a 4° Grado B”
y comentando cómo sería esto de tener dos maestras en vez de una, cuando se me
acercó. Petizita, rubiona, de pelo casi lacio a la altura de los hombros
y un flequillo muy simpático sostenido por una vincha blanca.
¿Cómo te llamás?“
me preguntó.
“Rosario, ¿y vos?”
“Yo me llamo Rocío. Parecido ¿viste? ¿Te
querés sentar conmigo?”
Me senté con ella, y ese fue el
principio de otra historia, que continúa hasta hoy.
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