«El cielo proclama la
gloria de Dios,
el firmamento pregona
la obra de sus manos:
el día al día le pasa
el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra»
(Salmo 18, 2-3)
Noúmeno, postulado, Kant….Palabras
sueltas que voy escuchando cada vez más
lejos. Hacía rato que había dejado de comprender las frases dichas a modo de
ping-pong entre el profesor y mis compañeros.
No podría asegurar el momento
exacto en el que se abrió la ventana de la clase, y salí a través de ella,
enredada en un barrilete colorado y azul.
Allí afuera corría una brisa fría. Caían gotitas casi heladas de lluvia. Apenas
podía verse la silueta de la cúpula de la basílica, a través de la niebla
espesa que lo invadía todo. Tuve que sacudir un poco los brazos para elevarme
más rápido, y no enganchar el hilo del barrilete con la negra e imponente cruz dominica
de hierro firuleteado que se alzaba altiva entre jirones algodonados de bruma.
Los pájaros pasaban a mi lado,
buscando refugio seguro, antes de que estallara la tormenta. Abajo, la gente corría de un lado a otro, sin
mirarse demasiado. Me parecían todos autómatas grises, yendo hacia ningún lado.
Avance unas cuadras, y volví a bajar un poco. Comencé a ver que
también había otro tipo de personas que habitaban mi ciudad; no eran todas
grises. Allí, un chico de buzo celeste tocaba la guitarra en una esquina, regalando
sus canciones a todo aquel que quisiera escucharlo. Un poco mas allá, una
veinteañera de piloto verde, libretita
en mano, esbozaba la silueta de un jacarandá que esperaba todavía que llegaran
sus flores. Y el niño aquel, el de remera amarilla, había entregado su globo
que traía de un cumpleaños, como quien comparte un tesoro, a una viejita arrugada
que caminaba sin rumbo.
Seguí mi viaje, desconociendo donde
terminaría, porque no era yo la que guiaba, sino mi barrilete. Sobrevolamos avenidas, plazas, la torre
famosa, el monumento a los caídos en Malvinas y el de San Martín, hasta llegar
al tren. Como estaba en las alturas, tomé asiento en el techo de un vagón y mi
barrilete se quedó quietito a mi lado. Algunos niños me saludaban, me sonreían,
o aplaudían divertidos al verme allí instalada, pero los adultos no percibían
mi presencia.
Fuimos pasando las estaciones.
Palermo, chacharita, Paternal…Devoto y su pintoresca placita a un costado, Caseros, Palomar, con sus aviones de un lado,
y el imponente Colegio del otro; Hurlingam y su arboleda… Al llegar a Bella
Vista, la cola de mi barrilete comenzó a agitarse, y enredándome de nuevo, remontamos vuelo. Salimos con cuidado,
esquivando árboles y plomizas nubes, mojándonos apenas con la fina garúa.
En una esquina del cielo asomó tímido el sol y
me regaló un arcoiris. Quise tirarme por él como si fuera un tobogán. ¡Que
linda sensación de carcajadas, y música por dentro! Fue una caída veloz. Me
levanté del suelo, y reconocí el lugar
enseguida. Estábamos en la entrada de la casa de mis abuelos. Sin tocar el timbre, me asomé por la ventana
y contemplé la escena. Allí estaban los
dos, sentados en el sillón. Él le leía un libro que comentaban los dos.
Así transcurren muchos ratos de estos últimos años. Ella hace tiempo que
no puede ver con los ojos del cuerpo las bellezas de este mundo, y guarda en su
memoria ya gastada, sólo algunas. Y por eso él, todas las tardes le pinta con
su voz relatos y recuerdos, llenos de colores alegres y brillantes.
Comprendí que los colores en el
mundo tenían una causa más profunda: el
Amor. Sí, pero el Amor así, con mayúscula. Porque Aquél que nos creó, podría no
haber hecho, quizás a las cosas impregnadas de Su Belleza. Aquél que hizo los
naranjos, podría haberlos hecho sin azahares;
Aquél que puso lo árboles que dan sombra y frutos, podría no haberles
dado formas tan bellas y quizás podría
no haber creado los colores del otoño. Pero quiso en cambio que descubriéramos
su Amor, al llegar a casa y sentir el perfume invasor de los azahares; al mirar
hacia arriba y descubrir la perfección de un paraíso, un plátano o un liquidámbar;
al llegar a la cima de una montaña y ver que todo es nada… al asomar por una
ventana y descubrir, en el amor de un matrimonio viejito, pero fuerte como un
roble añoso, al Amor del Creador por sus
creaturas.