jueves, 22 de agosto de 2013

Viajar por la ventana.





Una niebla algodonosa y húmeda  envolvía Buenos Aires en un halo de misterio. Como si la ciudad de pronto se encontrara entre nubes.
Los  ojos de Isabel abandonaron en seguida los apuntes  y escapó su pensamiento por la ventana. La niebla comenzó a volverse cada vez más espesa, hasta tapar la ciudad por completo. Se refregó los ojos, para ver mejor, y divisó a lo lejos verdes praderas, al principio borrosas, pero cada vez más nítidas y más allá unas montañas.
Estaba caminando por un sendero de tierra, flanqueado por las típicas paredes peticitas y rocosas a los costados, nada transitado. A un lado se alzaban majestuosas colinas, y al otro lado el mar golpeaba los acantilados, susurrando viejas historias a las piedras.
Contenta de haber salido de Buenos Aires, decidió seguir el camino, para ver hasta dónde la llevaba.  Absorta contemplando las miles de tonalidades de verdes que pintaban el paisaje, caminó y caminó un rato largo, hasta llegar a una casita de piedra y madera  y  tejas envejecidas. Hacía frío, y ella estaba en pijama y pantuflas, porque cuando salió de su casa no tenía pensado cruzar el océano ni llegar tan lejos. Por supuesto que le daba un poco de vergüenza presentarse así frente a unos desconocidos, pero la dejó de lado cuando vió el humo que salía de la chimenea, e imaginó lo agradable que estaría alllí dentro.
Golpeó la puerta y enseguida abrió una señora de cabellos grises y ojos del color del mar.  La sonrisa que iluminaba su arrugado rostro tranquilizó  a la viajera. “¡Adelante hija! ¿Qué haces así vestida en un día como hoy?” le preguntó en un inglés que Dios sabe cómo comprendió Isabel.  Y mientras le explicaba como había sucedido todo, Ana puso agua a calentar y le ofreció  ropa limpia y abrigada. 
Se sentaron frente al fuego y comenzó una animada charla, como si se conocieran de toda la vida. Una cosa así no hubiera sucedido jamás en la ciudad pensaba Isabel, intentando descubrir qué sería lo que había movido a esa mujer a abrirle su casa a una desconocida que se presentaba a las cuatro de la tarde en pantuflas. Y sin preguntar nada encontró la respuesta. Sobre la repisa de la chimenea había una lindísima imagen de la Virgen. Al ver que su huésped había fijado sus ojos en la imagen, Ana le contó que había pertenecido durante muchísimos años a la familia, y los había acompañado durante las épocas más duras de su patria y también durante los días más felices de la familia. A  Ella se habían encomendado antes de salir al campo de batalla todos los varones de la familia durante generaciones, a Ella entregaban sus trabajos diarios, a Ella se consagraban lo hijos que Dios les regalaba. Ella era la Reina de esa casa.
Luego del relato, un silencio agradable había llenado la habitación. Oyó un silbido que se acercaba por el camino. Se abrió la puerta y entró  un señor pelirrojo y barbudo, de camisa arremangada a pesar del frío y un sombrero en la mano. Son las seis, así que luego de los saludos y presentaciones correspondientes, de pie los tres frente a Nuestra Señora rezan el Angelus.
Cae la tarde y afuera el paisaje se ilumina con la luz del atardecer. Adentro, el fuego crepita en la chimenea, y los vasos de cerveza se van vaciando de a poco, mientras la charla se hace más animosa.
El tiempo pasa volando. Ha oscurecido e Isabel debe volver a sus libros. Se despide agradecida y la acompañan los dos hasta la puerta. La dueña de casa desaparece un segundo y vuelve con provisiones para el viaje de vuelta, y luego el marido le da la bendición:

“Que la tierra se vaya haciendo camino ante tus pies
que el viento sople siempre a tus espaldas
que el sol brille cálido sobre tu cara,
que la lluvia caiga suavemente sobre tus campos
y hasta tanto volvamos a encontrarnos,
que Dios te lleve en la palma de su mano. Amén”