Desde allí arriba podía contemplar la inmensidad de la ciudad.
Sus luces por la noche, pequeños puntos titilantes de a millones, como si las estrellas hubieran descendido a ella para adornarla.
La Linda, ladrona de mis querencias.
Allí abajo la cúpula gótica de una iglesia y por alli la plaza y la Catedral, se distinguen entre el caserío.
Más lejos, las afueras, y caminos que llevan a casa de gente amiga.
En el fondo, los cerros que se confunden con la oscuridad de la noche.
Por encima mío, un mar oscuro, iluminado por diamantes esparcidos por doquier. Y un poco mas distante pero tan grande como si estuviera al alcance de la mano, la Reina de la Noche, la perla preciosa y reluciente a la que hemos cantado y escrito tantos.
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