Después de un rato de baile, se durmió por fin el bebito en mis brazos. Adentro y afuera reinaba la paz. Amanecía.
Lo dejé en la cuna, y despacito me fui a la cocina, preparé un mate y me senté en la galería. Los pajaritos saludaban al sol que asomaba lentamente.
Y de pronto apareció. Lo vi salir de atrás de un árbol. ¡Tanto tiempo sin ver a aquel duendecillo! Y estaba igual, con sus hoyuelos risueños, las manos llenas de colores y esos ojos claros y chispeantes que decían tanto sin hablar. Soltó una carcajada fresca, se cebó un mate y comenzó la charla. Como las de antes: de todo, de nada y de más profundo. Y pasaron minutos, y quizás horas.
¡Mamá! ¡Mamá! Me llamó el mayor desde su cuna. El sol estaba más alto, y él ya quería salir a jugar.
El duende hizo sonar su clarinete y se escabulló despacito entre los árboles. Lo seguí con la vista hasta que desapareció. Feliz. Con los pies en la tierra y el alma ligera, como luego de cada encuentro. Porque las verdaderas amistades no se marchitan nunca, por más que los vientos no las junten tan a menudo.
Me alegro tanto de que te hayas reencontrado con ell duende que coveraaba con Tato desde la hiedra de su escritorio!
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